La profesora de la Universidad Pablo de Olavide (UPO) Mercedes Atienza, ha afirmado que «la dieta es uno de los factores que más afectan al buen funcionamiento de la conexión cerebro-intestino», no solo por sus efectos directos sobre la microbiota intestinal, sino también por sus efectos sobre la estructura y función del tejido adiposo y por su impacto sobre el metabolismo, el sistema inmune y el sistema cardiovascular.
En una nota de prensa enviada por la UPO, la profesora ha apuntado que «las conexiones entre cerebro e intestino son extremadamente complejas, ya que algunas de ellas son directas, como la conexión establecida a través del nervio vago y otras indirectas, como la vía sistémica, la neuroendocrina y la inmunológica».
Asimismo, unas llevan la información de forma más rápida y otras de forma más lenta, pero todas ellas son necesarias y participan en funciones distintas. Estas conexiones están a su vez moduladas por la microbiota o flora intestinal a través de las conexiones bidireccionales que mantiene con el sistema nervioso entérico, localizado en las paredes del tracto gastrointestinal, el sistema inmune y el sistema neuroendocrino.
Son palabras de la profesora del Departamento de Fisiología, Anatomía y Biología Celular de la Universidad Pablo de Olavide, Mercedes Atienza, quien ha participado en el curso ‘Abordaje dietético-nutricional de las patologías digestivas: actualización, teoría y práctica’, donde ha impartido la conferencia «Conexión cerebro-intestino: ¿tenemos un segundo cerebro?». Dicho curso de verano está dirigido por la también profesora de la UPO Griselda Herrero, del Departamento de Biología Molecular e Ingeniería Bioquímica.
Según ha explicado Atienza, en las paredes del tracto gastrointestinal tenemos una extensa y compleja red de células nerviosas capaces de controlar de forma autónoma, sin necesidad de que actúe el sistema nervioso central, la motilidad intestinal y las secreciones gastrointestinales.
«El hecho de que estas células estén estructural y funcionalmente organizadas de forma muy similar a como lo están las células nerviosas del cerebro es por lo que se conoce al sistema nervioso entérico como segundo cerebro», ha asegurado.
Por ello, la profesora ha sostenido que ingerir más calorías de las que finalmente se gastan y mantener una dieta rica en carnes rojas, quesos, embutidos y bollería industrial, y pobre en vegetales, hortalizas, frutas, legumbres, cereales, semillas y frutos secos afecta negativamente a la microbiota, disminuyendo su diversidad y desequilibrándola a favor de las bacterias nocivas para la salud.
Atienza ha sostenido que «por otra parte, este tipo de alimentación favorece la aparición de enfermedades crónicas como la obesidad, diabetes tipo 2, y síndrome metabólico, todo lo cual contribuye a aumentar la inflamación de bajo grado y el riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares, psiquiátricas y neurodegenerativas».
La profesora ha añadido que «al contrario de lo que se puede pensar, el consumo de una comida con las características mencionadas más arriba puede alterar la microbiota intestinal en un breve periodo de tiempo, en las siguientes 48 horas. Claro que si este tipo de consumo es ocasional, el efecto es fácilmente reversible».
Al contrario de la dieta occidental, «la dieta mediterránea, caracterizada por un consumo elevado de cereales, verduras, frutas, legumbres, nueces y aceite de oliva y un consumo moderado de pescado y pollo, ha demostrado aumentar la diversidad de la microbiota intestinal y favorecer el crecimiento y la actividad de los microorganismos que son beneficiosos para la salud», ha asegurado.
La profesora ha aseverado que «este tipo de dieta ayuda a controlar el peso y a regular de forma adecuada el metabolismo, disminuyendo así el riesgo de sufrir enfermedades crónicas». Por tanto, «sus efectos beneficiosos sobre la microbiota intestinal probablemente sean en parte responsables de los efectos beneficiosos sobre la salud gastrointestinal y sobre el buen funcionamiento cerebral, cognitivo y afectivo, aunque las evidencias disponibles hasta la fecha todavía no permiten confirmar una relación de causalidad», ha apuntado.
Las evidencias también indican, según la docente, que «en condiciones patológicas como las mencionadas anteriormente, la suplementación con prebióticos y probióticos puede resultar altamente beneficiosa para la salud del intestino y del cerebro».
Además, según ha afirmado Atienza, el hecho de que exista una comunicación tan estrecha entre el intestino y el cerebro «es lo que explica que las enfermedades del sistema gastrointestinal y las enfermedades metabólicas coexistan con enfermedades psiquiátricas y enfermedades neurodegenerativas».
«De hecho, es frecuente que las personas que sufren trastornos de ansiedad y depresión presenten también trastornos gastrointestinales y metabólicos, y viceversa, que las personas que sufren síndrome de intestino irritable, diabetes tipo 2 o síndrome metabólico tengan una mayor probabilidad de sufrir trastornos de la conducta alimentaria, depresión y enfermedad de Alzheimer», ha apuntado.
En relación al papel que desempeñan las emociones en la relación entre el cerebro y el intestino, la profesora ha asegurado que las emociones negativas, al igual que los estímulos estresantes, activan el eje hipotálamo-hipofisiario-adrenal. «Esta activación incrementa los niveles de cortisol, los cuales pueden alterar la motilidad intestinal, de ahí que sintamos que tenemos los nervios en el estómago, y la microbiota intestinal», ha explicado.
Al hilo de este asunto, la profesora ha continuado explicando que «si las emociones negativas y los estímulos estresantes persisten y el eje permanece activo mucho tiempo, el sistema inmune terminará viéndose afectado igualmente, con sus consiguientes efectos negativos sobre la salud». Para ella «la buena noticia es que si la microbiota intestinal goza de buena salud, puede contribuir a inhibir la liberación de cortisol y aliviar así las emociones negativas y la ansiedad asociada a las situaciones de estrés».
Para prevenir los problemas de salud relacionados con esta conexión, Atienza ha recomendado mantener un estilo de vida saludable. Y es que, «tan importante como la dieta lo es aumentar la actividad física, hacer ejercicio, mantener rutinas que ayuden a sincronizar los ritmos biológicos, adoptar estrategias adecuadas de afrontamiento del estrés y aumentar las relaciones sociales. Todos estos hábitos, además de contribuir a aumentar el tono parasimpático, inclinan la balanza a favor de las bacterias beneficiosas en detrimento de las bacterias nocivas con el consiguiente beneficio sobre la salud», ha argumentado.
Para finalizar, la profesora ha concluido afirmando que también «es importante que la mejora de la composición de la microbiota intestinal puede contribuir a mantener el buen funcionamiento de los relojes biológicos así como a potenciar las relaciones sociales, dos hechos que cobran especial importancia al final de la vida».